Por la mañana siempre se veía mucho movimiento desde temprano en la villa Valdivia, pero aquella era especialmente ajetreada. El servicio disponía todas las estancias mientras la señorita Teresa organizaba aquella marea de vestidos negros y delantales blancos con una gran energía y la señora Valdivia lo supervisaba todo al milímetro. Luisa, la doncella que llevaba con la familia desde muy niña, no entendía que se limpiara sobre limpio y como si nunca se movieran los muebles. Ese es su trabajo y lo hace a diario perfectamente, por lo que no entiende semejante exageración. Con tanto alboroto al señor Valdivia no le quedaba otro remedio que refugiarse en su estudio con la oportuna escusa de atender asuntos urgentes de última hora. Estratagema que a la señora de la casa no le gustaba en absoluto, y menos en aquellos precisos momentos, pero no podía enfrentarse a él ahora. No había tiempo para eso.
A punto estaban de marcar las diez en el reloj del salón cuando una campanilla instaba a todos los habitantes de la casona a ordenarse según previas instrucciones ante la entrada principal. Afortunadamente a esa hora aún no había llovido, aunque el amenazante cielo gris no daría mucha tregua, así que podían formar el comité de bienvenida en el exterior. Todos se afanaban por parecer perfectos bajo la atenta mirada de la señorita Teresa. Sabían lo que se jugaban y no se iban a poner en riesgo. Los nervios estaban a flor de piel. El señor no dejaba de sacar y meter su reloj en el bolsillo y la señora se cogía las manos o bien arreglaba el vestido de Blanca o llamaba la atención de Nicolás. Estuvieron todos en sus puestos impolutos. No esperaron mucho más. Una berlina tirada por tres caballos pardos hacía su entrada atravesando la gran puerta de forja negra envuelta en una polvareda con la que apenas se veían las patas de las bestias.
Teresa estaba muy emocionada. Casi tanto o más que el señor. Al pararse el carruaje justo delante de todo ese comité de bienvenida la puertezuela se abrió. El primero en bajar fue don Manuel, el licenciado, con su sombrero en la mano izquierda mientras se sujetaba al bajar con la otra. Se colocó la chistera y dirigió su mirada de nuevo al interior. Alargó la mano para ayudar a alguien. En ese momento asomó el blanco semblante de la señorita Emma. Al verla, Teresa se quedó con cara de espanto por lo delgada que llegaba la niña de sus ojos. Los señores se acercaron y lo mismo hizo Teresa.
-Hola Teresa. Me alegro mucho de verte -dijo la joven con una suave sonrisa.
-¡Por Dios Santo! ¿Es usted mi Emma? -suspiró Teresa -.Vayamos al interior que estará agotada.
-Buenos días, querida hija. Tenemos mucho de que conversar y ambas lo estamos deseando -dijo la señora metiéndose entre Teresa y su hija -. He ordenado que te preparen un estupendo baño y después tomaremos un buen café en la sala. Estoy muy contenta de que al fin hayas concluido tus estudios.
-Hola madre, padre. Que alegría de estar en casa -dijo mirando a sus hermanos. Don Esteban, como preferían que le llamaran, abrazó a su hija con una mirada de complicidad. Y todos caminaron hacia el interior de la casa.
La señora Amalia le indicaba al mozo donde debía dejar todo el equipaje y se dirigió a las escaleras. Miró a Emma diciendo:
-Vamos querida. Tenemos mucho que hacer hoy -Y subieron juntas a la segunda planta.
Mientras, en el zaguán, se quedaron charlando los demás a la vez que el servicio iba retomando sus puestos. Don Manuel saludaba a las señoritas en las que se habían convertido las hijas de su amigo y dió un fuerte apretón de manos al joven Nicolás, que ya se comportaba como todo un caballero.
-Parece mentira, Esteban. ¡Cómo pasa el tiempo y nos hacemos más viejos!
-Lo de viejo lo dirás por tí, ¿eh, Manuel? -respondió con una carcajada don Esteban. -Pero tienes toda la razón. ¿Ha ido todo bien? Pero ven, cuéntame.
Dicho ésto, le cogió por el hombro y le condujo por el pasillo hasta la robusta puerta de su despacho. Al ver que se quedaron solos, Nicolás dijo a sus hermanas que se iba al estanque hasta que todo se calmara y después tendría tiempo de hablar con Emma más tranquilamente. Blanca aprobó con la cabeza y dijo que ella se quedaría en el porche, leyendo. Entonces la pequeña salió corriendo detrás de su hermano diciendo:
-¡Espera, Nico, voy contigo! -Ambos salieron corriendo.
* * *
Emma estaba quieta delante del espejo. Mirando como Teresa la iba desnudando mientras su madre no dejaba de contarla todas las novedades desde su última carta. "Que si doña Fulanita ya ha vuelto de su último viaje; que si los condes de Tararí habían celebrado un baile maravilloso;..." Justo lo que a Emma no la interesaba en absoluto. Al rato de escuchar sin oír nada de lo que su madre decía Emma por fin preguntó:
-Madre, ¿cuándo podré ver a mi añorada Carmen?
-Emma, no es correcto que me interrumpas así. ¿Eso es lo que has aprendido en ese fabuloso centro? -replicó la madre con desilusión al notar el poco interés de su hija en lo que ella estaba contando-. Es muy descortés por tu parte.
-Lo lamento madre, pero...
-Nada, nada. Cada cosa a su debido tiempo, señorita. Ahora a quitarte ese polvo que traes.
Y se metió empujada por doña Amalia en la tina que contenía el agua caliente y unas flores aromáticas. Cuando ya tenía los pies dentro, Teresa hizo el ademán de quitar la camisa a la niña, pero se quedó sorprendida con la reacción de Emma.
-¡No Teresa! Por favor... No me la quites... Ya no...
-Teresa, Emma ya no es una niña y en breve será presentada en sociedad, por lo que hay que mantener su pudor -añadió doña Amalia.
-No lo comprendo, señora. Es Emma, nuestra niña. No hay nada de malo en lavar su cuerpo y además, la he visto así desde que la traje al mundo.
-Teresa, ya no soy una niña y mi madre tiene razón. He cambiado. He crecido, y hay cosas que... Y en la escuela nos bañaban así, como debe ser.
-Si te sientes más tranquila, de acuerdo, pero no lo entiendo -farfulló Teresa cogiendo el cuenco para mojarle la espalda.
Todo ese tiempo -cinco años- en el nuevo centro para señoritas "La Purísima Concepción" en Alcalá pronto iban a dar sus frutos. Y más de un quebradero de cabeza a Teresa. Emma había entrado con once años para obtener una formación similar a la que seguían las señoritas respetables de Europa. Las Hermanas de "La Purísima Concepción" de Vitoria decidieron construir otra institución cerca de la capital dado el gran éxito que tuvieron al aceptar en el convento a las hijas de distinguidas familias, para educarlas en las buenas maneras y con asignaturas propias de su género, y también a los grandes beneficios que obtenían de esa ocupación. Solo que en la escuela de Alcalá las maestras no son hermanas de la cofradía, sino institutrices que habían estudiado en Europa y antiguas maestras con intachable moral. Tan sólo la directora era una religiosa de la congregación. En ese tiempo Emma y las demás muchachas aprendían gramática, aritmética, álgebra, música, pintura... También bordaban, algo que a Emma no se le daba nada bien y se llevó más pinchazos de los que ella se había ganado por méritos propios. En música era de las más virtuosas, no así en canto. Pero lo que realmente le gustaba era pintar. Se le daba bastante bien. Incluso la señorita Ercilla, maestra de economía doméstica, la animó a que continuara su perfeccionamiento una vez acabado el último curso. Eso la ilusionaba mucho a Emma.
Los días en la escuela eran pura rutina, exigentes hasta el punto de extenuar a alguna pobre niña, y sobre todo muy solitarios. Las alumnas no tenían demasiada relación entre ellas, ni durante el horario ni después. Había ciertas ocasiones en las que estaba permitido algún tipo de "acto social" como la británica hora del té, pero no eran muchas. Emma pasaba los ratos libres leyendo sobre todo, en el jardín debajo de un almendro que al acercarse la primavera le inspiraba aún más dejar volar su imaginación. Entre los autores, bueno, los permitidos en la escuela, está Cervantes, Espronceda, un tal Víctor Hugo y una escritora inglesa, sí, sí, una mujer, pero que nunca recuerda bien su nombre. La poesía la encanta. Aunque hace mucho tiempo que no lee un poema romántico. Hizo algunas amigas entre las que se cuentan la señorita Mercedes Vargas y la impetuosa Alba Tormes, pero son de Barcelona y Cáceres, por lo que tendrán que mantener correspondencia por carta hasta que se haga posible el poder visitarlas. Durante el viaje de vuelta, es decir casi toda la noche, no pudo dormir ni un poco recordando lo bien que se sentía con ellas y lo mucho que le había cambiado el carácter desde que entró para "educarse". Al menos le quedaba la esperanza de que sus queridas hermanas hicieran regresar a la pequeña Emma. Tan risueña y siempre con una sonrisa en el rostro.
-Emma, querida -susurró Teresa despertándola de su ensimismamiento- debo secarte si no quieres enfermar de pulmonía.
-Que tontería, Teresa. Con este tiempo cómo voy a coger una pulmonía.
-Ven, voy a ponerte bien bonita -dijo envolviéndola con una blanca toalla de lino -. Esta camisa la he bordado yo expresamente para tí -añadió metiendo la nueva prenda por la cabeza -. ¡Uy! Pero... tenemos que pedir a la señora Melho que venga mañana sin falta (Era la modista).
-¿Qué ocurre? -Se preocupó Emma.
-Un pequeño imprevisto pero que tiene fácil solución. Mañana encargamos otro corsé -dijo sonriendo y apretando muy fuerte. Emma se rió para sus adentros.
* * *
Comenzaban a caer las primeras gotas cuando las tres mujeres bajaban por les escaleras principales a la vez que don Esteban exclamaba un ¡por fin! que le costó la mirada reprobadora de tal conducta por parte de su esposa. Luisa traía café con unas pastitas exquisitas para todos. En ese momento entró Blanca al sentir el alboroto.
-Los pequeños están jugando pero ya les he mandado a buscar antes de que lleguen empapados.
-Muy bien, hija. Estás en todo. Ahora dejemos que Emma nos cuente sus novedades. ¿Has hecho grandes amistades? -dijo la doña Amalia.
-Sí, madre. Se llaman Mercedes y Alba. Esta misma tarde las envío unas letras. Todas se portaron muy bien conmigo. Mmm, cómo echaba de menos estas pastas de María. Las de la escuela eran muy buenas, pero éstas... son de lo que no hay.
-¿Y cómo eran las clases? ¿Interesantes? -preguntaba don Esteban.
-¿Y las demás jovencitas tenían bonitos trajes? -preguntaba casi al tiempo Teresa.
Una a una iba respondiendo con paciencia de santa -parece que lo aprendió de la directora- y así pasó la mañana hasta la hora de pasar al comedor donde ya estaba todo preparado para servir la comida especial que había encargado doña Amalia con motivo de la llegada de su niña.
Justo en ese momento pasaban por el pasillo los pequeños de la casa con una de las doncellas, que se había encargado ya de asearlos después de que llegaran hechos unos trapajos por la lluvia de verano que comenzó a caer. Se dirigieron corriendo a buscar un sitio a cada lado de su hermana recién llegada y casi tiran a su madre entre las risas de las jóvenes.