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miércoles, 19 de septiembre de 2012

Capítulo 13 - Nefastos descubrimientos



   Los baúles abiertos, con algunas cosas en sus interiores aún, los cajones poco a poco se iban llenando. Una pila de paquetes amontonados al lado de la pared. Y las criadas de aquí para allá organizando aquel desbarajuste. Blanca salía hacia el corredor y al cruzar la puerta coincidió con don Leandro. Se cruzaron y ella le miró, esperando algún gesto de cariño, pero recibió la misma indiferencia. La misma desde hacía ya cuatro semanas a pesar de que estaban disfrutando de su viaje de bodas. Siguió su camino, bajó hasta el patio interior y se sentó junto a la fuente. Metió los dedos y jugueteó con ellos en el agua que estaba algo fresca a esas horas. Pensó en su familia. Hacía varios días que no les escribía y ahora estaba en casa, así que ordenó a la doncella que habían contratado en Toulouse, ¿cómo se llamaba... Marian, Mariane?, que le trajera el chal y su bonete negro. <<Marjan se dise Marjan>> refunfuñaba la joven doncella cada vez que recibía una orden de la señora Valdivia de Vega. Cuando regresó con lo encargado preguntó en un acento un tanto peculiar:

    -¿Aviso al cochego que la lleve a algún sitio, sejnoga?
    -No, Marian, iré caminando, solo voy a casa de mis padres que son nuestros vecinos.
    -¿El sejnog Vega ya lo sabe?
    -No, pero cuando tú se lo informes seguro que no opondrá ningún inconveniente -Estaba claro que no sentía simpatía por ella y no se molestaba en ocultarlo. Se colocó el bonete y salió por la puerta principal.

    La sorpresa de Luisa al abrir la puerta fue soberana, pues no tenían noticia en la casa de que fueran a ir de visita aunque sí de su llegada la noche anterior. Blanca también se alegró al ver a alguien contento al fin. Pasaron al interior y Luisa fue llamando a todos los habitantes de la casa que se fueron apresurando al salón al conocer la buena noticia. No cesaban las preguntas, los halagos, las sonrisitas nerviosas... Blanca se afanaba en satisfacer todas y cada una de las cuestiones que la planteaban: <<Europa es fascinante, París maravilloso. Toda la gente se ha portado muy bien con nosotros. Hemos traído muchísimos regalos para todos...>>.

    -¿Cómo es que no te acompaña tu esposo, querida? -advirtió don Esteban-. Tengo ganas de saber qué tal marchan sus negocios.
    -Padre, es que no podía demorar más para visitarles y...
    -No has actuado correctamente, hija -le reclama ahora su madre-. Las cosas se deben hacer como se deben hacer. No se puede seguir un impulso sin medir las consecuencias. Espero que tu esposo lo sepa entender y no se enoje. Pero de todas formas, me legra mucho tenerte de vuelta, Blanca.

    Todos disfrutaban de la compañía de la primogénita y del almuerzo que había servido Teresa. Al cabo de un rato, cuando doña Amalia avisó a su hija Blanca que sería más prudente regresar pronto, la joven se dispuso a recoger sus objetos personales. Al despedirse de Emma con un beso la dijo al oído que la esperaba cerca del columpio y se fue. Emma se quedó sorprendida. La visita de su hermana, aunque muy esperada, había sido de lo más misteriosa. Cuando todos hubieron vuelto a sus quehaceres diarios, ella se encaminó al jardín, al lugar secreto que le indicó Blanca. ¿Qué querría decirle en secreto? Sentía tanta curiosidad... Al llegar, Blanca estaba sentada, pero a pesar de que llevaba un vestido en tonos claros no se la distinguía muy bien entre el frondoso follaje. Cuando se reunieron, Blanca se abrazó a su hermana.

    -Blanquita... ¡qué te ocurre, por Dios! Me estás asustando sobremanera.
    -¡Oh, hermanita! Que bien volver a estar en casa. Pero ojalá volviera a ocupar el cuarto junto al tuyo.
    -¿¡Pero qué cosas dices, Blanca!? Ahora eres una mujer felizmente casada y deberías estar deseando estar junto a tu esposo cada instante.
    -¿Debería ser así? Pues déjame que te diga algo: no lo es. Intento acercarme a Leandro, pero todo es inútil. Él me ignora; incluso, en ocasiones, me rechaza abiertamente. No lo entiendo, Emma -dijo sin poder contener las lágrimas que le brotaban como a una chiquilla-. He sido dulce, paciente, he esperado a que él me buscara... pero no acierto, siempre sale con la misma respuesta: <<ahora no, querida>>. Pues no sé cuando va a ser.
    -¿Quieres decir que...? ¡Dios Santo, acaso insinúas que no ha consumado...?
    -¡Oh, sí! Sí que hemos consumado, pero eso fue la noche de bodas. Desde entonces... ni un mínimo gesto. Y su rechazo. Me siento como una mujer vulgar de esas que buscan a su esposo.
    -Yo creo que si le amas...no hay nada de malo en ello, pero ¿y por qué no lo hablas mejor con nuestra madre? Ella sabrá mejor que yo aconsejarte, yo... no sé...
    -¿Madre, estás loca? ¿Cómo podría decirle nada de ésto a madre? -Se enjugó las lágrimas con el pañuelo que le acercaba Emma.

    Emma nunca se imaginó que la vida de recién casada de su hermana comenzara de aquella manera tan triste. Y por otro lado, las cosas que veía en el matrimonio de sus propios padres. Parecía que era pecado amar al hombre con el que estabas desposada bajo las leyes de la Iglesia y de Dios. Se sintió muy contrariada. ¿Le ocurriría lo mismo a ella cuando contrajera nupcias con su adorado Arturo? Ella quería creer que no, pero... Blanca se tenía que despedir, ahora sí de verdad, pues ya había pasado mucho tiempo desde que la "francesita" -como ella la llamaba para sí- avisara a su esposo y éste estaría echo una furia. Después de otro fuerte abrazo entre las hermanas, Blanca se ató su bonete y cogió su chal de la hierba, que ya estaba más parda que verde.

    Llegó por la puerta principal, total, no tenía nada que esconder, y llamó a la gran campana que colgaba a un lateral. Le abrió la señora Joaquina, el ama de llaves, que se llevó cierta sorpresa al verla fuera de la casa y ella a la vez cierto alivio de que no fuera "la francesita".

    -Buenas tardes, doña Blanca. No sabía que hubiera salido.
    -Buenas tardes, Joaquina. Es que sólo quería pasear por el jardín y no tenía ganas de importunar a nadie, todos están muy atareados con nuestro regreso -disimuló Blanca-. Y ¿el señor?
    -En el piso de arriba, señora, no ha salido en toda la mañana -respondió la señora Joaquina con ese gesto tan afable que siempre mostraba y recogiendo las pertenencias de Blanca.
    -Gracias, Joaquina -Y subió buscando el cuarto de su esposo, quizás ni se hubiera enterado de su salida.

    Al llegar frente a la puerta del dormitorio levantó el dedo algo doblado para golpear la puerta, pero algo la detuvo. Oyó voces dentro, pero no hablaban, más bien susurraban un hombre y una mujer con... ¡con acento francés! La sangre se heló en las venas de Blanca. La idea que la pasaba por la mente le horrorizaba, pero lo que estaba escuchando no dejaba lugar a dudas. ¡Por eso no quería su compañía! ¡Ya contaba con una querida! Y tan solo había pasado un escaso mes desde su boda. Corrió hacia su cuarto privado, cerró con llave y se tiró sobre su lecho llorando desconsoladamente. No podía creer lo que estaba pasando bajo su mismo techo, acababan de regresar de su maravilloso viaje de bodas, después de una boda fastuosa pero se sentía la mujer más infeliz sobre la Tierra. Llegó la señora Joaquina y la encontró dormida sobre los cojines empapados de sus lágrimas. La llamó suavemente.

    -Señora...señora, es la hora de la comida. ¿Se encuentra mal?
    -Emmm, ¡ah! no... no. Caí rendida después de tanto ejercicio...Bajemos ya.

    Cuando se incorporó y arregló sus ropas era como si nada fuera como antes, pero todo debía seguir igual. Y esa era la parte más difícil.

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