Idiomas

domingo, 9 de diciembre de 2012

Capítulo 21 - El Descubrimiento

    Llevaba unos días con el interior muy inquieto. Concretamente desde que se encontró con el señor Montero, y es que tenía que reconocer que no la dejaba indiferente. Esos pensamientos fugaces hacían que Emma se sintiera muy culpable dado su estado de casada y además con un bebé en brazos. Amaba a su esposo y ella se sentía amada por él. Ya no era tan atento con ella y casi no pasaban tiempo a solas, pero su trabajo era muy absorbente y ella lo comprendía. Por eso no daba crédito a lo que pasaba por su mente. Así que decidió ponerle fin antes de que fuera a más. Aquel día seguro que su esposo salía pronto a la hora de comer. Se le ocurrió ponerse un bonito traje para estrenar el sombrero que aún tenía en su embalaje, iría a buscarle acompañada de Luisa y el cochero la dejaría en la puerta del ayuntamiento, le daría la sorpresa de ir a comer a un bonito sitio y con el buen día que hacía no se podría negar.

    Muy animada bajó las escaleras y le comunicó su decisión a doña Amalia. También le dijo que no les esperaran para tomar la merienda. Se disponía a volver a su vestidor cuando su madre la llamó
    -Emma, hija. Quizás a tu esposo no le parezca bien este tipo de sorpresas y  rompas algún plan que ya tenga establecido de antes.
    -Madre, usted sabe que los jueves viene antes y le puedo ir a esperar.
    -Yo solo digo que a los hombres no hay que sorprenderlos, no les gusta -dijo mientras el señor Valdivia la miraba de reojo mordiéndose la lengua-. Además, no está bien visto que una mujer decente vaya a esperar en la calle a un hombre, por muy marido que sea de ésta.
    -No le voy a esperar en la calle, estaré en el coche y además no iré sola -Emma empezaba a mostrar un tono alterado ante la insistencia de su madre en estropear su plan, pero no dejó que acabara con su ilusión y se despidió con un beso en la mejilla.

    A la hora de salir, Luisa estaba esperando en el zaguán y Teresa acudió con el pequeño Miguel para despedirse. Al bajar Emma le dio un beso en la frente y se dirigió al exterior. Iba muy bonita con su sombrerito de verano y un chal de encaje en tono hueso. Subió al coche y abrió su sombrilla muy contenta. El trayecto le parecía un paseo y así lo estaba disfrutando, imaginando el gesto de don Arturo al verla llegar para ir a comer juntos, como cuando estaban prometidos. Durante el camino iba recordando aquellos mismos momentos en los que se veía con don Arturo, algunas veces a escondidas, y sentía que se iban a amar toda la vida. En su rostro se reflejaba aquellos días, pues no podía disimular esbozar una sonrisa.

    Llegaron poco antes de la una de la tarde y se alegró de llegar con tiempo suficiente para verle salir. Esperó sentada en el coche y al ver a los caballeros salir del edificio el corazón se la aceleró. ¿Qué cara pondría al ver la sorpresa de su esposa? Debieron salir todos, mas no le vio. Incluso el bedel se disponía a cerrar con llave cuando un rezagado abrió desde dentro diciendo que no le encerraran. Emma, que se estaba empezando a preocupar, pensó que sería su esposo que se habría retrasado, pero su desilusión fue mayúscula al ver salir a uno de los secretarios del alcalde. Oyó como el bedel le preguntaba si quedaba alguien más y el joven respondió que no, que él se había quedado atrás precisamente para comprobar que todos se habían ido; y el bedel cerró con llave ante la desolación de Emma. No entendía nada. Luisa se percató de la bochornosa situación en la que se encontraba la joven y dio la orden al cochero de regresar. Emma no emitió palabra alguna. Miraba fijamente la puerta con unas pequeñas lágrimas queriendo brotar de los rabillos de sus tristes ojos. Justo cuando el cochero giraba a los caballos, se vio la silueta de un hombre con sombrero salir de la parte trasera del ayuntamiento. Emma lo observó y cayó en la cuenta de que era don Arturo. Llevaba su mismo portafolios y el sombrero que se compró en la capital. Se alegró instantáneamente y pensó que al verse encerrado buscó una salida por otro lado.

    -¡Tomás, espera! Dirígete hacia allí, acabo de ver a don Arturo...
    El cochero, obediente, comenzó la maniobra, pero Emma se quedó sobrecogida.
    -Detente, Tomás, por favor -dijo apesadumbrada.
Y es que a don Arturo ya le estaban esperando en otro coche cubierto. Y para mayor decepción por la puertezuela se vio la figura de una mujer. Éste antes de subir al coche que lo aguardaba, besó en los labios a esa mujer. Emma estaba aterrorizada. Todo su cuerpo temblaba y las lágrimas ya no tenían escusa para esconderse. Luisa, al ver lo ocurrido delante de sus ojos, quiso suavizar las cosas diciendo que no se trataba de su esposo y que no había motivos para adelantarse a los acontecimientos. La aseguró que don Arturo ya estaría en casa preguntándose precisamente dónde estaba su amada esposa. Emma la escuchaba pero no quería creer nada, aunque si era verdad que había salido ya y no le habían visto... Ya habría llegado a casa. Sacó su pañuelo y se enjugó las lágrimas.

    -¡Volvemos a casa! -ordenó a Tomás. Pero ella sabía en el fondo que él no estaría cuando llegaran. Precisamente quería llegar lo antes posible para cerciorarse de aquello. Pero por otro lado no cabía en su mente lo que acababa de contemplar. Se sentía defraudada, confundida, traicionada, estúpida... No sabía qué había hecho mal para que el amor de su vida buscara consuelo en otra mujer. Empezó a notar una rabia que la quemaba el interior. Luisa, por su parte, se imaginaba lo que estaba pasando y confiaba en que su niña simplemente lo dejara pasar. No quería que sufriera por otra mujer que no era rival para ella. Durante el camino de regreso intentó aconsejar a Emma para que guardara la calma y la compostura. No podría descubrir a su esposo, eso sería peor.

    Al parar el coche, Emma bajó muy deprisa y más deprisa subió a su refugio. Luisa le dio algunas advertencias al cochero para que fuera discreto o si no tendría algunas palabras con el señor Valdivia sobre el cortejo de sus criadas. Entró en la casa y se topó con la mirada incrédula de doña Amalia, que se levantó de la mesa y no entendía nada.

    -Luisa, no os esperábamos para comer. Emma...
    -Lo sé, lo sé doña Amalia. Ha habido un contratiempo y... ¿podríamos hablar en la biblioteca, por favor?
    -Por supuesto. Pero antes ordenaré que pongan dos cubiertos más.
    -No es necesario, señora. Me temo que no traemos apetito a pesar de no haber podido probar bocado. Enseguida le cuento pero será mejor que nos retiremos a una estancia más discreta.
    -Muy bien. Con tanto misterio no puedo. -Y pasaron al despacho del señor.

    Luisa relató lo sucedido ante la atenta mirada de su señora y ésta asentía con la cabeza como comprendiendo lo sucedido.
    -Ya veo. ¡Todos son iguales, pero la verdad, pensé que al menos tardaría un poco más! -exclamó indignada doña Amalia.
    -Quizás nos estemos precipitando y no sea nada de importancia... O quizás simplemente no fuera él... -intentó convencerse la propia Luisa que había sido testigo de lo ocurrido-. No es que le quiera disculpar, pero no quiero ver sufrir a la niña.
    -Bueno, subiré a hablar con ella. Será mejor que la tranquilice. Cuanto antes lo entienda tanto mejor para todos.
    Y salió con la espalda muy derecha para afrontar lo que se le venía encima.

    -Emma... pequeña... ¿puedo pasar? -preguntó tocando la puerta de su dormitorio.
    -¡No, madre, ahora no tengo ni hambre ni ganas de charlar! -exclamó entre sollozos la joven.
    Doña Amalia hizo oídos sordos y abrió la puerta cerrándola tras de sí.
    -¡Madre, te he dicho...!
    La mujer se acercó a su hija y la abrazó.
    -Emmita, hija mía, cuéntame -la dijo con voz dulce y acariciándola el pelo como cuando era niña y llegaba con un roce en las rodillas o su hermano Nicolás le había roto alguna de sus muñecas-. Ahora haz de cuentas que no soy tu madre sino alguien en la que te puedes desahogar ese dolor.
    -¡Oh, madre, soy muy desdichada! -Rompió en llanto por fin-. He visto como mi esposo... ¡Qué vergüenza! no soy capaz de repetir lo que he visto con mis propios ojos.
    -Lo supongo, Emma, y también me supongo lo que has visto. Y déjame decirte que tú no tienes la culpa de nada.
    Emma no se esperaba esa respuesta de su propia madre y no sabía como iba a acabar aquella conversación. Nunca había hablado de sus sentimientos con ella y ahora no veía capaz de poder cambiar esa tradición.
    -Los hombres -continuó doña Amalia ante la mirada atónita de su hija-, tienen necesidades e impulsos que no pueden reprimir, es su naturaleza. A nosotras nos cuesta entenderlos por que no tenemos esas necesidades. En cierto modo es un alivio que vayan a buscar en otro lado esos instintos tan... bajos. Nosotras debemos darles hijos para criarlos y poder continuar la saga familiar...

    Emma la miraba incrédula y con cierto rubor en las mejillas. No se imaginaba que su propia madre fuera tan explícita en esos temas. Además, ¿qué era lo que podría ver en otras mujeres si no era buscar un hijo? Ella estaba a su disposición. Es cierto que con el embarazo, el bebé, la construcción del ferrocarril, estar aún en la casa familiar... no contribuía a tener intimidad entre ambos, pero no era para que la desplazara de esa manera. En esos momentos le vino a la memoria lo que su hermana le había confesado hacía algunos días; y también vio con más claridad lo que pasó aquella noche cuando vio salir de la alcoba de su padre a Teresa y empezó a darse cuenta de la situación. Era algo normal y tendría que conformarse, pensó horrorizada pensando en el futuro que la aguardaba.

    -¡No, madre, no me conformo! -espetó interrumpiendo a su madre en su discurso sobre el papel de la esposa en la casa-. Y no solo no me conformo sino que voy a cambiar ésto. Amo a mi esposo y lo tendré para mi sola.
    Parecía muy convencida. Su madre no pudo evitar una sonrisita sarcástica y se guardó lo que pensaba de tales intenciones.
    -Emma, olvídalo. No voy a permitir un escándalo -Y dio por concluida la conversación. La joven se quedó sola y se refugió entre sus almohadones. Tenía muchas cosas en las que pensar.

                               
                                                      * * *

    -¿Querida, que ocurre? -preguntó don Esteban que estaba esperando al pie de las escaleras con preocupación-. ¿Está todo bien?
    Doña Amalia le miró de arriba abajo de manera despectiva y con una altanería poco usual en ella.
    -¡No, no hay nada bien y es culpa vuestra, como siempre! Pero ya se acostumbrará, como todas -Y se dirigió al comedor aunque no iba a poder terminar de comer.

No hay comentarios: