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domingo, 2 de junio de 2013

Capítulo 29 - Un inconveniente II

    Doña Amalia se retiró a su alcoba. Doña Isabel se dirigió a la cocina para dar instrucciones para el día siguiente. La pareja formada por el señor montero y Emma se encaminaron hacia la biblioteca. Emma caminaba delante.

    -Señor Montero -dijo sin mirar hacia atrás-, debería usted pasar delante de mi. Yo no conozco la casa y no sé hacia donde tengo que ir.
    -No se preocupe, yo la guío -respondió el señor Montero a su espalda, más cerca de lo que ella pensaba que se encontraba-. Siga hasta el final.

    Emma podía sentir la mirada de Montero en su nuca. Ese pensamiento la erizó el vello y sintió un escalofrío. Ante el estremecimiento, el señor Montero la preguntó si sentía frío. Ella dijo que no. Llegaron a una puerta doble al final del pasillo y el señor Montero le indicó que esa era la biblioteca. Entraron y el quinqué que llevaban cortó débilmente la oscuridad de la estancia. Emma se topó con lo que parecía una robusta mesa y paró casi de golpe.

    -No puedo ver por dónde camino -dijo.
    El señor Montero se acercó a ella algo más. La sujetó por un brazo mientras con la otra mano sujetaba el quinqué. En la intimidad de aquel momento Emma notó su aroma, su tacto y deseó por un instante tocar su boca, que apenas se veía con la tenue luz.
    -No tema -dijo el señor Montero-, enseguida habrá más luz y la podré mostrar lo que la dije.
 
    En efecto, al momento la habitación estaba iluminada pero esa extraña magia de instantes antes aún seguía en el ambiente. Emma quiso quitarse aquellos pensamientos impropios de ella y se centró en los estantes. Estaban repletos de ricos volúmenes y tomos de todo tipo. Había obras de todo tipo y en otros idiomas. El señor Montero alargó la mano para alcanzar un par de libros que estaban algo elevados. En el lomo de algunos ejemplares se podía adivinar el tema que trataban en sus páginas. No en este caso. Pero el señor Montero conocía muy bien su biblioteca. Lo abrió por las primeras página y se lo mostró a Emma, que esperaba poder distraer sus pensamientos con el libro.

    -Esta es la parte que le recomiendo. Es muy técnica pero a la vez se puede ver la actitud del caballo -decía mientras le pasaba el libro.
    -Muchas gracias. Lo leeré con mucha atención. Tiene una fabulosa colección en estas estanterías, señor Montero -dijo Emma mirando a lo alto, pues los libros llegaban casi hasta el techo.
    -Toda está a su disposición. No tiene más que elegir el que desee leer.
    -Le advierto que soy una ávida lectora. Devoro los libros.
    -Me alegra escuchar eso, señora Valdivia. Creo que tengo algo de novela romántica por el lateral. Déjeme ver...
    -Pero no sólo me interesan las obras de romances, estimado caballero. Veamos... "La cabaña del tío Tom"... Éste ya me lo he leído; "El conde de Montecristo"... éste también. ¿Tiene alguno sobre botánica? -preguntó sin apartar la vista de los libros que examinaba.
    -Sí, por supuesto, justo aquí -respondió sorprendido por los gustos literarios de su amiga.
    -Creo que he encontrado uno.
    -Pero los tengo colocados en otro sitio, verá...
    -Mire: "El jardín perfumado" por... ¡lo ha escrito un jeque árabe!
    -¡No!... -exclamó el señor Montero, dejando escapar una leve sonrisa-. Quiero decir... mejor escoja otro. Este no será de su estilo y...
    -Bobadas. Me gustaría leer sobre las plantas de otras partes de la Tierra. Éste se ve interesante -respondió sorprendida Emma ante la reacción tan exagerada de aquel hombre tan templado, y lo abrazó para evitar que se lo retirara de las manos-. Además, no hay porqué ponerse así, creo yo.
    -Verá señorita Emma... ¡Perdón!... Quise decir... señora Valdivia. El caso es que este libro... no sé cómo decirlo, no se trata de una novela -El señor Montero continuaba con sus intentos de persuadirla para que no leyera ese libro.
    -¡Oh, qué decepción! Entendí que podía elegir cualquiera de sus obras -se lamentó Emma bajando la cabeza y dejando el libro sobre la mesa que tenía a su espalda-. En fin, me conformaré con el que usted quiera elegir para mí.
    -No diga eso, Emma, verá, es sólo que este libro no es lo que usted cree -dijo acercándose el señor Montero y bajando gradualmente su voz-. No es un tratado sobre botánica.
    -Pero aún así me parece desmesurada su forma de decírmelo. ¿Acaso habla de asesinatos? Pues sepa que no me voy a escandalizar por leer cómo se matan dos personas -dijo en tono desafiante-. He leído mucho sobre guerras...
    -¿Y sobre amor? -cortó el señor Montero al ver lo enojada que se estaba poniendo Emma-. ¿Ha leído mucho sobre amor?
    -¡Por supuesto! Y sepa usted -añadió encarándole- que no me ruborizan las escenas de los enamorados -mintió al fin.

     El señor Montero se acercó más a ella. Estaba frente aquella muchacha con una expresión casi amenazadora en el rostro y una actitud regia. Alargó la mano para alcanzar el libro de la discordia que se encontraba detrás de ella sin dejar de mirarla a esos ojos grisáceos que le llamaban poderosamente. Ella lo quiso alejar con su mano, pero no lo alcanzó.
    -¿Y sobre cómo dos amantes hacen el amor? -susurró el señor Montero en el oído de Emma.

    Emma no se esperaba ese tipo de pregunta, y menos aún estar tan cerca de aquel hombre. Podía respirar su aroma y ahora tenía tan cerca ese hoyuelo de su barbilla que si quisiera...
    -Emmm, yo... -No quería dejar notar que se sentía vencida-, yo ya le he dicho que he leído muchas cosas...
    -Este tipo de cosas le aseguro que no -respondió él mientras se giraba lentamente y muy cerca de ella apoyándose en la mesa-. Si le vieran con él la tacharían de... no sé... inmoral, quizás.
 
    Emma hizo una mueca de sorpresa, pero siguió con su actitud desafiante.

    -Bien, supongo que usted lo ha leído ¿no? -El señor Montero asintió con la cabeza-, pues cuénteme de lo que trata entonces.
    -Muy bien, usted lo ha querido. En este libro del siglo trece se describen las artes amatorias que practican en los países árabes, y describe escenas muy explícitas en las que los amantes se abandonan al placer por el placer -Montero intentaba intimidarla para que desistiera de su cabezonería, ¿o más bien era para que ella insistiera?-. Y no creo que soportara leer según qué cosas.
    -Señor Montero -dijo en tono altivo-, olvida usted que soy una mujer desposada y que ya tengo un hijo, por lo tanto...
    -Por lo tanto -la cortó Montero poniéndose de pie delante de ella en actitud desafiante también-, usted no tiene ni idea de lo que pueden gozar dos cuerpos desnudos, empapados en sudor, realizando posturas, para usted, impensables y describiendo fielmente cada una de las partes más íntimas de los cuerpos.

    El señor Montero no pretendía ser insolente, ni mucho menos estaba ofendido, más bien al contrario, se sintió desafiado y no pudo reprimir algunos sentimientos al hablar de aquel libro prohibido. Emma vaciló un instante. Ver así a Montero, tan cerca que podía oír sus latidos acelerados, y diciendo aquellas cosas que en otro momento la hubieran ruborizado pero que ahora lo que la provocaba era una corriente de deseo hacia él que la hizo quedarse paralizada. Quiso replicar de alguna manera, pero no halló las palabras. Quizás eso era lo que sobraban: las palabras.

    Montero se dio cuenta de la situación en la que estaba. Había provocado un enfrentamiento pero no estaba seguro de la resolución que tendría tal situación. Esperó alguna respuesta, algún gesto, pero pensó que no era lo apropiado. Así que, pidió disculpas, se volvió a colocar en la misma posición que tenía en la mesa y buscó el libro para ofrecérselo a Emma. Ella no imaginó que iba a prestárselo finalmente y también trató de estirar su brazo hacia atrás para alcanzarlo, como una niña que sigue queriendo su juguete. En ese momento se cruzaron sus miradas. La respiración de ambos era acelerada y en sus cabezas resonaban la palabras <<hacer el amor>>. Luis no soportó más esa tensión. La pasó sus sus brazos a los lados de su cintura mientras sus labios se acercaban a los de ella. La besó. De forma suave, dulce, sintiendo los labios de ella entre los suyos y con sus cuerpos muy pegados. Emma sentía todo su interior tan caliente. No sabía muy bien cómo actuar, pero no quería apartarse por nada. Ese beso la colmaba de una pasión que desconocía y se sorprendió a sí misma correspondiendo a su beso por unos instantes, pero reaccionó después apartándose asustada no de la osadía de Montero, si no de haber correspondido ella.

   -Emmm... Señor Montero... yo... discúlpeme si entendió... Yo no quería darle di pie a nada... Debo irme -Y se liberó de sus brazos saliendo con la cabeza baja, algo avergonzada. Antes de abrir la puerta recordó el libro. Se volvió, tomó aire y se dirigió de nuevo a la mesa donde se encontraba Montero aún apoyado sobre ella mirando al suelo-. Perdón, me olvidaba el libro.
    Montero levantó la mirada y se irguió. Antes de que Emma alcanzara el libro él la sujetó la muñeca.
    -Emma, discúlpeme usted a mi. No quise ofenderla y no entendí nada en su actitud, mas bien la suya ha sido intachable. Pero yo no he podido controlar este deseo que sentía por usted. Su candidez y ternura me han embriagado desde el primer momento y no alcanzo a comprender cómo aún está tan dentro de mi. Ruego me disculpe si la he ofendido en algo, pero debe saber que no me arrepiento y con gusto la volvería a besar.
    -Señor Montero...
    -Llámeme Luis, por favor... -susurró Montero.
    -Señor Montero... Yo no debo escuchar estas palabras... Yo... Soy casada, tengo un hijo... Aunque mi corazón me dictara otra cosa yo debo estar al lado de mi esposo y de mi familia -Rápidamente cogió el libro y corrió hacia la puerta. Montero la miraba desde donde estaba-. Y no crea que le guardo algún rencor, jamás podría.
    Emma salió y cerró la puerta tras de sí, quedándose apoyada en ella al hacerlo. Se preguntaba porqué había sido tan impulsiva y había aceptado aquel beso. Ese beso... Cerró los ojos y paseó sus dedos sobre sus labios intentando sentir de nuevo, pero no era lo mismo. Arturo nunca la había besado así. Siempre era más seco, más frío, y además, había pasado tanto tiempo desde la última vez que la besó. Tenía en su interior una revolución de sentimientos y una pasión que estaba comenzando a aflorar.

    Montero se dirigió a la puerta nada más salir Emma. ¿Acaso quería hacerla cambiar de opinión? ¿La buscaría para contarle sus sentimientos? Pero, ¿qué sentimientos? Cogió el picaporte de la puerta con intención de salir al corredor, pero se detuvo. Apoyó su frente contra la robusta madera. ¿Sentimientos? Nunca se le había relacionado con ninguna mujer y siempre se habían escuchado habladurías sobre sus numerosos romances, mas ¿qué sabe la gente de la vida de nadie? Lo cierto es que no podía comprometer a Emma. No era su estilo conquistar a una dama desposada para utilizarla. Así que aquello debía quedar así.

    Emma subió lentamente al cuarto que doña Isabel había dispuesto para ella, y aunque la cama era muy confortable no pudo pegar ojo en toda la noche. El señor Montero se quedó hasta bien entrada la madrugada en la biblioteca. A la mañana siguiente el mozo  de los Valdivia volvía temprano acompañando al señor Valdivia y al médico a la finca de los Blázquez.

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